El Último Caballero: Salazar de Newin. Prefacio

Jadeante iba el caballero, goteando sangre y pus. Con brazos ya agarrotados cargaba, en sus ahora inútiles músculos, un niño al que cubría con un manto de colores verónica, como el morado en la lavanda; y gualda, cual dorado Sol. Las manchas del rojo sangre y la mugre, que de su cuerpo y manos con callos se escapaba, hacían de más adorno a la santa tela. 

No había tregua en su veloz andar. No hubo tampoco duda, agua o pan; solo su ansia lo empujaba a seguir. No frenó ni descansó: continuaba así estuviese falto de energía y luchaba por mantener el ritmo, aún con las perpetuas punzadas al pecho que le señalaban una muerte no tardía que se aproximaba con alarmante velocidad. 

Cazadores lo seguían a la distancia, llevando con ellos hierro, fuego y traición. El plomo retronó en la espesura del bosque, buscando dar con la dirección del caballero que, en su frente —de piel tan pálida como las propias nubes — dejaba marcar hematomas que se unían, en contraste, a la marca ennegrecida de un diamante arrancado en virtud del fin de su misión.

Por más de cien años, alguna vez sirvió a los santos, y de ellos solo recibió heridas, penas y llagas que se unían a un alma en agonía sobre el dolor. Podía sentir aún en su piel el golpe seco de las jabalinas y mazos templarios que solo habían dejado los restos de gotas de sangre y pus derramándose por sus incontables heridas. La suciedad nada disimulada de su ropa se contraponía con todo lo que una figura de un guerrero santo debía mostrar: cabello enmarañado tan blanco como su propia piel, reposando sobre sus hombros había correas que sujetaban los restos de una ya inexistente armadura dorada y negra (ahora reducida solo al carbón) otorgada por el Padre; quien, por mandato, su fin decidió anunciar y ordenó traer de vuelta a la criatura humana en sus manos.


Perseguido por la Santa Orden del Imperio, en secreta alianza con la conquistadora Casa Khan, se le habían dado miles de nombres: Traidor, Falso profeta y Mesías, Señor de los Idiotas, Aquel quien el cielo hará bajar;  se llama Querub, la Sombra Nocturna, y con su vida protegía al pequeño Adán. 

Estaba exhausto, su cabeza dolía y en su estómago sentía un nudo. La máscara que cubría su cara para protegerlo se había vuelto un lugar claustrofóbico que le cortaba la respiración. Con cada paso se le hacía más difícil seguir y las armas le estorbaban. 

Siendo perseguido por saber, era observado y anhelado de cerca por la muerte, que solo esperaba el momento indicado para poder llevarlo consigo. Con todo en su contra, siguió. Saltando de abedul en abedul y de piedra en piedra solo encontró una salida frente a sus ojos.

Una caída de veinte metros le aguardaba. Al acercarse al borde sus botas hicieron caer de lo alto varias pequeñas ramas por la cascada. Sin más dilación, al agua se dejó caer. No tenía tiempo para dudas.

Salió del río lo más rápido que pudo, con el pecho al redentor, apaciguando los gritos de horror de Adán. Había sido algo arriesgado, pero que resultó en un poco de ventaja contra sus perseguidores. Los riesgos eran algo normales en su vida, era muy intrépido y en ocasiones algo impulsivo.

—No falta mucho —dijo al humano, aunque tratando de calmarse a sí mismo de manera indirecta. 

«Solo un poco más» 

 Ambos sonrieron de alivio durante unos momentos hasta que lo que tanto se había alargado sucedió: Una flecha atravesó el tobillo del Kangi, dejándolo sin estabilidad. Antes de caer herido al suelo, un segundo proyectil impactó en su hombro, uno más dañino: una bala de plata que a respuesta recibió un grito ahogado de dolor. 

Adán intentó desesperadamente ayudar a su amigo, más no tenía otra opción que correr. Contra su voluntad, pero buscando cumplir la última orden de Sombra, huyó de ahí hacia río abajo donde esperaba encontrarse con un Distrito.

El Kangi se puso en pie apenas y, con tanta determinación como dolor, sujetó una espada viéndose en el reflejo de la misma. Se sorprendió un poco de su apariencia ya mortecina e hizo un gesto en son se decepción por sí mismo, al no poder garantizar del todo la supervivencia de Salazar. Colocó un par de manoplas en cada mano y se dispuso a ganar tiempo para su pequeño.
Finalmente, los doce caballeros llegaron hasta él y lo toparon desafiante de frente. Confundidos dejaron paso al líder, quién frunció el ceño un poco incrédulo.

—No tienes idea de lo que estás causando, ¿verdad? —habló acercándose de manera imponente, a lo que el Kangi respondió: 

—Libertad, un futuro justo. 

«El poder de ese niño es destrucción potencial en manos equivocadas, ¡no puedes dejar que se lo lleven!» pensó, de modo que pudiera recordar la importancia de Adán.

—¡Un futuro en caos! —reclamó el líder, atacando sin esperar más. Uno de los doce se fue en busca del chico.

Grandes cantidades de sangre brotaron de su boca y nariz, muchos de sus huesos simplemente cedieron ante cada puñetazo que dejaba su piel teñida de moretones y laceraciones. Se revolcó sobre sí, buscando una manera de ponerse de pie, pero sin ningún resultado. Sus ropajes se desgarraron y las correas de sus hombros cayeron, sus dientes estaban destrozados y su mandíbula a punto de romperse. 

—Mírame, rebajado a combatir y perseguir a un rebelde con complejo de Dios salvador —rio disfrazando su cólera y desdén. Un caballero a la altura de los Inquisidores Gakuryanos teniendo que reducirse a perseguir a una sombra. No era ni divertido cuanto menos.

El pequeño corría desesperado oyendo los gritos y golpes de su maestro, a quien deseaba ayudar sin temor a que le sucediera algo. A su vez, deseaba cumplir su posible última voluntad, que era encontrar a un tal Kashí y entregarle el pergamino que tenía en sus manos. Para su desgracia, fue alcanzado por el caballero que se separó para atraparlo.

—Eres escurridizo, niño —dijo él, sujetando al humano del cuello contra un árbol y arrebatándole de las manos el pergamino—. Con permiso, esto no te servirá, no donde irás. 

—¡No! —gritó el menor, intentando golpear a su captor. Él, al ver lo molesto que era, se decidió por noquearlo con un puñetazo. 

No en balde, antes de tan solo posicionar bien su brazo, su cuello fue atravesado por una mano ante los atónitos y aterrados ojos del niño.

Los caballeros sujetaron los brazos de sombra—y a él— frente líder, quien se encargaría de dar el golpe de gracia. En ese momento una figura cayó como una bomba detrás de ellos, generando una onda expansiva que los desestabilizó y levantó un manto de polvo que no dejaba ver más que su silueta. ¿Quién podría ser?

El lugar se silenció. Los caballeros llevaron las manos hacia sus armas instintivamente y, en un segundo, la figura se movió de su lugar tomando al más cercano y estampando brutalmente su cabeza contra una piedra. Esparció sus víseras por el lugar a una velocidad que no dio tiempo de reaccionar a nadie.

El resto de los guerreros estaban en shock, impidiendo su movilidad y dejando riendas sueltas a aquel que se interponía. Mismo extraño que, sin esperar, destrozó los cuerpos de dos sacros con solo sus manos, quienes no reaccionaron hasta que un cuarto cayó. 

Siendo guerreros excepcionales y de élite,  ninguno mantuvo un combate más extenso de dos segundos contra aquella borrosa figura de velocidad extraordinaria y fuerza inhumana que los humillaba sin cuartel. Poco tiempo pasó hasta que el río de aguas un poco turbias fue manchado por una corriente segunda de sangre, que provenía de los cadáveres masacrados de once caballeros, quedando solo el líder. En un desesperado acto de temor, atacó con bombas que cubrieron, tras su explosión, el lugar de humo.

Un segundo después, sintió dos dedos tocando su pecho. Esto lo dejó paralizado y sin reaccionar hasta ser presa de la mirada fulminante de aquel enemigo, quien sin esperar más, y con un golpe directo a la cabeza, asesinó al último caballero de aquel batallón.

Sombra cerró los ojos, cayendo inconsciente y siendo ayudado por el extraño, a quien conocía bien y un tiempo indefinido transcurrió hasta que despertó en una cama, siendo tratado en todas sus heridas. Quedó con severas contusiones cerebrales, huesos rotos, órganos perforados, posibles indicios asmáticos y una inevitable falla de todo su cuerpo que estaba tratando de ser retrasada hasta hacerla lejana. En el mejor de los casos diezmada, aunque con una baja posibilidad de que esto sucediera.

Sintió dolor en toda su extensión sabiendo que era imposible que este desapareciera, cerró los ojos y trató de relajar sus músculos, pero no fue posible del todo. El veterano que se apiadó de ellos se hizo presente en la habitación. Sombra lo conocía bien, pues eran grandes amigos y hace siglos algo más.
Con dificultad podía vislumbrar la figura de Kashí: Un Kangi de piel pálida, porte ancho y larga barba con canas que resguardaba un rostro que ya empezaba a mostrar arrugas marcadas. La cabeza la tenía afeitada a los lados y por detrás, recogiendo su cabello en la zona alta y anterior en un rodete prolijamente peinado. La corta capa de piel de oso que reposaba en sus hombros recubría parte de su espalda y la serie de ropajes avejentados con patrones dibujados en las tiras de las mangas cortas sobre las mangas largas de color negro. 

—Si viniste —mencionó Querub, observando pesadamente a su aliado. No lo recordaba tan envejecido. 

—No iba a esperar que sigan —El viejo se sentó cerca de la cama dejando a un lado sus armas con un tono de preocupación, opacado un poco por el odio—. Santos —gruñó Kashí. Odiaba a los santos—. ¿Qué te trae hasta aquí?

—Kashí, debes proteger al niño —musitó Sombra, con severa dificultad. 

—Sabes lo que sucedió la última vez —contestó tajante al prófugo, tratando de ocultar su pena. Quería mantenerse con un rostro inmutable cual estatua de piedra.

 —¡Maldita sea, Kashí, debes protegerlo! —respondió el herido, impotente ante un comentario tan despreocupado y poco atento—. ¡Ese humano que cuidaste desde pequeño es la clave de todo! ¡Por Dios y por la Virgen, Kashí por favor, debes protegerlo y evitar que caiga en manos de los Santos! 

—Ya se han ido los sacros y si se acercan una vez más, no dudaré en atacarlos. Pueden mandar tantos paladines como deseen o más inquisidores —prosiguió, sentencioso y decidido, como si pudiera acabar con cualquier enemigo. 

—No, enviarán a alguien más. Una amenaza peor.

—Salazar me dijo que uno de los caballeros destruyó un pergamino que le enviaste a entregarme, ¿qué era eso? 

—Un mapa a un arma de destrucción que solo alguien como tú podría proteger. Debes ir allí y llevar a Adán contigo —Hizo énfasis en esto último y en el nombre Adán,  el cual él había otorgado al humano junto al Padre mientras que Salazar y Baltimore fueron nombres que Kashí le puso. 

—Debe conocer su naturaleza, ¿verdad? —dijo con un suspiro y una voz que se apagaba ante la mirada del contrario. 

 —No lo sé, el tiempo se encargará de eso. Tú llévalo contigo y protégelo de todo lo que puedas. Enséñale a sobrevivir, lo que es el Sen, el equilibrio y sólo ahí podrá descubrir por sí mismo su naturaleza —finalizó el Kangi, entrecerrando los ojos. 

 —Hey, Querub, amigo — dijo Kashí, algo desesperado y haciendo leves pero constantes toques con la palma de su mano para despertarlo. 

 «No puedo aguantar esto mucho más. Mi cuerpo entero grita, diciéndome que me acueste y duerma. Debo resistir. Sólo… Me acostaré un rato» 

 —Querub, por favor —pidió el Kangi, apenado y sintiendo como es que la vida de su amigo se apagaba frente a sus ojos—. ¡Resiste, por favor! — Kashí buscaba una manera de mantenerlo despierto, pues sabía que ya no iba a volver. 

El Kangi sujetó con fuerza la mano de Kashí y, forzando unas últimas palabras, dijo: 

 —Adiós, Kashí, hubiera deseado verte una vez más en otras condiciones…—Y su brazo se dejó caer, reposando sobre las sábanas. Un extraño sentir llegó a Salazar que estaba no muy lejos de ahí, en otra habitación. Un sentir que indicaba algo no muy bueno y un escalofrío recorrió su cuerpo al percibir como si el viento susurrara su nombre. 

Fuera del espacio y del tiempo, fuera de cualquier mundo concebible, ese sentir llegó hasta el mismísimo Emperador, que reposaba en su Trono- más -allá del todo. Con un pensamiento llamó al Alto comandante Militar e hizo un gesto de aprobación sin decir ni una sola palabra. 

El comandante, de rodillas, asintió. En la penumbra del recinto olvidado activó una palanca con severidad y decisión. Estruendosos choques de metal al suelo de piedra mientras el séptimo recinto se abría con lentitud, revelando tal vacío y oscuridad como la misma nada. 

El Kangi entró, siendo engullido por la oscuridad. En el vacío escuchó rugidos y gruñidos de algo en el centro de la habitación. Una bestia encadenada que se sacudía rabiosa, mientras el chirrido de las cadenas emulaba el lamento de mil almas condenadas a penitencia eterna. El Alto comandante se acercó cauteloso. 

Paseó sus dedos por el bozal que solo era una restricción más y el sitio entero rugió. Su cara se llenó de desdén al observar los sucios cabellos negros como hebras de ébano que caían por el rostro de la bestia. Y, desafiante tiró de ellos para provocarlo. 

El animal gruñó una vez más, mientras expulsaba una pulsante energía de miedo sobre el comandante, que dominó todo su ser con los adiestramientos que había recibido. Encendió la única luz de la habitación que iluminó a la bestia desde arriba. Sus ojos ardieron y las venas marcadas en su frente casi reventaban. Se sacudió un poco hasta que escuchó unas palabras Y, seguidamente, lo hizo con más violencia, haciendo temblar el lugar.

—Ha caído… —confirmó el comandante, tomando un poco de aire—. Tienes trabajo para hacer… monstruo.

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